En los últimos días he estado con esta idea en la cabeza: elaborar un escrito por el Día del Padre, en definitiva, a mi padre. Me he alejado un poco de este blog, pero no de escribir; así que encontré un motivo para escribir aquello que me hubiera encantado que leyera él, sin embargo, no hubiera sido posible y mucho menos tendría sentido, porque hoy lo hago desde la resignificancia que la vida siempre nos otorga.
¿Dónde comenzar? Se me vienen a la mente tantos momentos, tantas cosas, tantas emociones creadas y compartidas. Pero inequívocamente, inicio agradeciéndote por haber ocupado el papel de padre en mi vida. Sin duda tuvimos discusiones que nos alejaron, los obstáculos que aparecían o creábamos y demás dificultades; sin embargo, siempre estuviste allí presente en mi vida. Sé también que en ninguno de esos momentos dejé de quererte, al igual que tú a mí. Tengo tanto que me gustaría escribir, que definitivamente no me daría la mente para llegar a anotar todo.
La verdad es que es difícil pensar en una vida sin un padre —obviamente también sin una madre—; como seres humanos necesitamos del cuidado, afecto y atención cuando apenas somos bebés y vamos creciendo con el transcurrir del tiempo, siendo cada vez más conscientes de su presencia, por eso será de las primeras palabras que nos enseñan y finalmente aprendemos a decir. Así desde niños sabemos que hay esos dos seres que serán ejemplo e inconscientemente o conscientemente provocarán la base de la versión que seamos nosotros mismos cuando ingresamos a las lides del campo adulto en la vida.
Aquel aprendizaje que me llevo de ti por sobre todas las cosas es que uno siempre debe luchar por aquello que quiere y no rendirse, así la vida esté en contra; creo que es lo esencial que una persona necesita para afrontar la vida como tal. Así como también me dijiste que equivocarse está bien, porque caso contrario, no tendríamos aprendizaje para ser mejores. Te agradezco por lo anterior y también por esos viajes que hacíamos a lugares recónditos del Perú —lugares que nunca hubiera conocido si no fuera por ti—, por esas tardes que te visitaba y me mostrabas los nuevos libros que tenías, por los fines de semana de pollo a la brasa y helado, por los almuerzos de chifa cada día que la pasaba contigo, por las sesiones de foto que literalmente montabas cuando salíamos y llevabas contigo tu cámara Pentax u Olympus, por el gusto y respeto a los animales y el campo.
Ahora tengo muchos recuerdos que inundan con nostalgia mi ser.
Recuerdo la vez cuando estaba hospitalizado y llegaste de viaje; era de noche, y yo recién despertaba producto de la anestesia que me habían colocado. Te recibí con un cálido vómito, manchándote tu pantalón negro y camisa blanca. Me dijiste que no importaba mientras acariciabas mi cabeza. Me volví a dormir, pero esta vez más tranquilo al saber que estabas allí.
La vez cuando mi mamá me “castigó” en vacaciones en la época del colegio y me envío contigo, siendo mi destino Lima, definitivamente los dos meses consecutivos más cortos que pasé contigo y que no querían que acabaran porque significaba volver al colegio, pero sobre todo despedirme de las tardes de playa, de las caminatas por el malecón de la Costa Verde, de los fines de semana de juegos, de las visitas inter diarias al tío Jorge que vivía con su lora malcriada, que insultaba a quien tocará el timbre, de los almuerzos de chifa en Jesús María o Surco, de los viajes en tren que hacíamos desde Villa El Salvador hasta el Centro de Lima con la única intención de buscar distraerme, de los domingos de conocer nuevos lugares y como terminé conociendo el Callao, presenciando un robo de celular a tan solo unos pasos de nosotros —absolutamente todos criticaron a mi papá por llevarme allí—pero ese día aprendí inherentemente de la maldad en el mundo.
Cómo olvidar cuando llegó por primera vez al Perú el Dakar e hicimos el viaje desde Moquegua hasta Lima, el viaje más largo y agotador que hice por tierra, cuando casi nos perdemos en el desierto de Ático buscando el campamento de los autos, de las tardes de playa donde por primera vez me asusté del mar, ya que me hizo caer y me contaste tus experiencias en las playas de la capital. Ese día adquirí un respeto por el mar; de los desayunos en los campos de olivares y viñedos, siempre acompañados de tus infaltables quesos de la sierra peruana.
La primera vez que recuerdo haber visto lo que realmente es el cosmos desde la oscuridad absoluta en la tierra, en un pueblito llamado Ayaviri. Lástima que nunca pude verlo con tu telescopio porque te lo habían robado —siempre fuiste muy confiado—, cuando me llevaste en busca de la finca donde naciste y creciste tus primeros años, pero para tu sorpresa ya era una inmensa fábrica de cementos.
Aquella conversación sobre tus viajes estando cerca al puerto del Callao contemplando aquellos buques inmensos, donde me decías que solo te faltaba viajar en algún buque de esos y cuánto lo deseabas. Y yo te contaba que a mí también solo me faltaba realizar un viaje en barco. Me miraste extrañado —porque yo no había viajado en avión hasta ese entonces— así que te dije que ya había viajado en avión contigo. Me preguntaste cuándo y te respondí que cuando yo era un espermatozoide. Te reíste y me sobaste la cabeza diciendo: ¡Ay, cocoliso! Ese día, después de almorzar el correspondiente plato de chifa, tuvimos la primera conversación sobre sexualidad.
Cuando una tarde de sábado me enseñaste a apreciar y disfrutar de las orquestas sinfónicas, viendo un video que tenías en tu colección, tal cual video pirata en un teatro, esa fue la primera vez que escuché Adagio, Moonlight Sonata y The Godfather desde el violín de André Rieu. Nunca pudimos ir a una sinfónica juntos, pero aprendí que no importaba el lugar o el cómo cuando se trataba de disfrutar; solo importaba la compañía.
Las historias que mi mamá y hermanas me cuentan sobre mis primeros años de vida, como cuando te embriagaste por primera vez y encima tomando cerveza —sorpresa para mi mamá y hermanas, porque máximo solo tomabas una copa y eras realmente abstemio— con motivo de que te enteraste de que serías papá de un varón. Las veces que me dejaste destruir —en mi curiosidad de niño— tus carros metálicos coleccionables, que a nadie más dejabas tocar y cuidabas con tanto recelo. Los videos que grababas de mí en cualquier actividad que hiciera cuando era tan solo un bebé, es un tesoro poder verlos —cada que te extraño los miro desde mi celular— y son un viaje en el tiempo al verme yo mismo en mi versión de cuando ni siquiera generaba recuerdos.
De hecho, fue hace mucho que dejamos de compartir momentos, mucho tiempo que pasó sin tener verdaderas conversaciones; ahora caigo en cuenta, lo que acabo de decir es una mera fórmula convencional, pues desde mi adolescencia nunca pudimos volver a conectar. Porque, en verdad, no es fácil dirigirse a alguien a quien tanto quieres, pero, por cosas de la vida, se presentaron situaciones que a ambos nos generaron dolor, provocando distanciamiento.
Hoy añoro con nostalgia esos momentos de los que solo me quedan vagos recuerdos. Fue hasta mi pubertad que pudimos conectar —quizá poco— tan estrechamente. Hoy, en mi adultez, hubiera querido tener más tiempo para poder compartir contigo, pero en la vida no todo se puede. No me arrepiento de haber vivido cada etapa de mi vida en su forma, porque finalmente han desembocado en la versión que soy hoy. Definitivamente, aún me falta mucho para que sea la mejor, pero es la mejor que puedo ser ahora.
Reconozco que he tenido mucha suerte por todo lo que he recibido y también por lo mucho que he aprendido. Gracias por no darme todo fácil; me enseñaste mucho.
Me quedo con aquella llamada que tuvimos hace poco más de un año; estabas en Lima, y nuestras llamadas a veces a justas penas llegaban a tres minutos, exagerando. Pero aquella vez, nuestra llamada duró casi dos horas. Recuerdo mucho sobre lo que conversamos. Ahora estoy enfocado en mi vida en lograr aquello sobre lo que compartimos juntos esa tarde, a través de un teléfono, a mil kilómetros de distancia, pero nos unía el sentimiento y el amor de padre a un hijo y viceversa. Hoy ya no puedo escuchar más tu voz y sentirla vívida; sin embargo, resuena en mí mucho de lo que aprendí de ti y, obviamente, también de mamá. Gracias a ambos, soy quien vengo siendo a diario.
Un abrazo al cielo, papá, te quiero mucho; ojalá que la muerte —misteriosa— nos permita coincidir nuevamente en algún momento.