Han transcurrido tres semanas desde que publiqué mi última columna; he estado escribiendo, pero esta vez solo para mí. Como una catarsis personal. Así que aquí voy hoy jueves a las dos de la mañana, después de haberme dormido como un bebé desde las seis de la tarde del día anterior. No sé por qué, pero desperté con ganas de escribir, pero ya no solo para mí, sino también para otros, comenzando con un saludo de cumpleaños para alguien que celebra un año más de vida; y ahora aquí, volviendo a este espacio mío y suyo, volcando estas palabras mientras a la par escucho —por enésima vez— Moonlight Sonata en esta madrugada, sin importar que ingrese a trabajar entre las seis o siete de la mañana —aunque mi contrato dice que es a las seis de la mañana—, finalmente el tiempo es efímero y debemos invertirlo en aquello que realmente deseamos e importa.
En este blog, como lo dije desde un principio, escribiría lo que me venga en gana, y ha sido así, desde el amor hasta la política; sin embargo, como todo en la vida, llega un momento donde se hacen presente situaciones que reclaman su lugar. Así llegó en mi vida, la muerte reclamando su lugar, así que la verborrea que en adelante surja y plasme es una dedicatoria a la muerte, que finalmente es el único suceso seguro que nos ocurrirá en esta vida.
Debo comentar que hace meses me uní a un grupo terapéutico; es así como cada lunes por la noche se dan nuestras reuniones, y así conocí a Amelia, una joven de veinticuatro años, cándida, alegre, atrevida, con fuerza y empuje, que aparentaba no tener miedo a nada –recuerdo que alguna vez dijo que en la vida no debía haber tiempo para tener miedo– aunque, como todos sabemos, siempre hay un miedo en nuestro interior. Después supe que su miedo estaba relacionado con la muerte, no por el suceso como tal, sino más bien con saber cómo era la muerte. Me encantaba su actitud, su manera de cuestionar las cosas y hacer frente a la vida.
Hace unos meses, Sebastián, el psicoanalista de grupo, nos reunió a todos como era de costumbre, aunque la manera en que lo hizo fue peculiar. Iniciamos tarde la sesión, algo raro, hasta que alguien dijo que algo no andaba bien. De ese modo, Sebas se hizo presente y nos comunicó algo que, por sus propias palabras, no hubiese querido comunicarnos. Las caras de todos estaban desencajadas; las recuerdo a detalle. Sucede que en nuestro interior sabíamos de qué podía tratar aquello que nos tenía que decir. Finalmente llegó el momento donde nos dijo: Muchachos… Amelia murió.
Inmediatamente se hizo un silencio estruendoso en la sala; recuerdo que Sebas seguía hablando, pero no capté y retuve nada. En mí invadió el recuerdo de la última conversación con Amelia, mientras me quedé mirando el techo. Alguno se paró y pateó su silla; otros se tomaron la cabeza y cerraron los ojos, otras lloraron y se abrazaron desde el desconsuelo y algunos solo se reclinaron en sus sillas. Cada uno se desahogaba a su manera.
Amelia tenía una enfermedad terminal; me hubiera encantado conocerla en sus mejores años, pero el destino tiene sus tiempos, y estos son perfectos como suceden.
Amelia era alguien que no hacía drama –como quizá yo o muchos lo hacemos– le gustaba la sinceridad, y aquellos que me conocen, para bien o para mal, saben que soy amante de la sinceridad brutal. Por eso con ella asumí el compromiso de ser sincero y no ocultarle la verdad. Ambos sabíamos por ello que en la vida hay cosas que no se pueden. La última vez que nos vimos nos dimos un abrazo y me preguntó si tenía miedo. Me dejó perplejo su pregunta, a lo que solo atiné a devolvérsela, y ella, siendo fiel a su estilo, me dijo: "Descubrí que quiero vivir y voy a vivir. Aunque tal vez esta sea la oportunidad de averiguar cómo es la muerte". No dije nada. Solo nos volvimos a abrazar y nos despedimos en medio de algunas lágrimas.
Hace poco más de dos semanas, mi papá ingresó a cuidados intensivos; he aprendido que cuando uno ingresa allí, es para no volver a salir, por lo menos desde mi experiencia personal. Al igual que Amelia, mi papá también tenía una enfermedad terminal. Ahora recuerdo mi última conversación con él. Nuestras interacciones eran casi siempre epistolares, lo que me encanta porque me deja el recuerdo como tal, a diferencia de lo verbal, que es efímero y circunstancial o hasta pretérito.
He aprendido –sobre todo de mi padre– que en la vida no podemos claudicar. Hay tanto por decir sobre él, que a veces tanto es muy poco para definir lo que uno siente en realidad. Las sensaciones y emociones no se pueden transmitir cabalmente a través de palabras, porque finalmente estas fueron creadas por nosotros mismos, que, como sabemos, somos seres tan imperfectos.
Su energía y sus ganas de vivir eran tantas que por momentos confiaba en revertir su situación. Es más, si bien hablábamos de su enfermedad, jamás le gustó que fuera el tema central de las conversaciones; lo terminaba diluyendo y colocaba otros temas de su interés propio, donde siempre deseaba realizar proyectos a futuro; siempre tenía algo por hacer. Era un viajero empedernido, no había quien lo detuviera, ni su enfermedad pudo contra ello, amante de las fotografías, videos y melodías–demostrado en la infinidad de álbumes, cintas VHS, cassettes y CD's con las que contaba–, apasionado de la lectura y escritura. Ojalá tuviese su caligrafía —aunque los que me conocen me dicen que escribo lindo—, pues en realidad, en comparativa, parezco médico de hospital nacional —sin desmerecer—; al igual que con Amelia, a mi padre también me hubiera gustado conocerlo antes, en su época lozana, aunque eso sin duda alguna me hubiera sido imposible.
Me enteré por un mensaje que mi papá había dejado este plano existencial, atorado en medio del maldito tráfico caótico —paradójicamente camino al hospital— de un día de semana por la mañana. Son raras las sensaciones corporales cuando hablamos de emociones; sentí una erupción emocional desde el estómago, me mordí los labios y, sin poder contenerme, me puse a llorar. Desde aquel momento, siento estar en modo avión; no logro conectar del todo con todos y con todo. Es normal, por lo que me han dicho quienes tienen sapiencia y experiencia en este campo. Así que me entrego al proceso.
También he aprendido que en la vida hay promesas que no podemos cumplir, y pensé hasta el momento que eso no era posible, que el incumplir una promesa era simplemente falta de compromiso. No pude cumplir una promesa con la que tanto me comprometí, y la causal fue la muerte.
Supimos por la mamá de Amelia que sus últimas palabras fueron: “Así que esto es la muerte”. Y en mi papá, pude ver en sus ojos cómo vio a la muerte.
La muerte es, sin duda alguna, algo que nos perturba a todos, desde que existimos como género humano. Tenemos la muestra de que cada cultura ha intentado responder esta interrogante como pudo en su momento; así primero surgió la mitología y más tarde la religión. Podemos ser creyentes o no; no cuestiono ello, eso lo dejo librado a la conciencia y la fe de cada uno. Pero independientemente de eso, Dios ha sido la respuesta que la humanidad encontró para calmar y subsanar la angustia que nos genera el desconocimiento de la muerte. Quizá como yo, creas que las personas que no están más en este plano terrenal están en algún otro lado, en algún otro plano; sin embargo, no hay libros ni conocimiento alguno de si aquello es real.
Por ello es así como debemos aprender a soportar la duda. Todo no se puede saber. Nadie puede saberlo todo. Nadie, excepto Dios, si es que, claro, crees en él. Y como ninguno somos Dios, pues debemos aprender a vivir como la mayoría de los mortales comunes que somos, con la duda, con el miedo, con la angustia de no saber qué hay más allá de la vida. Porque, como aprendí de Amelia y mi papá, ir en busca de certeza en este tema es ir en busca de la propia destrucción, porque en lo referente al misterio de la muerte no hay certeza posible: solo teorías, pensamientos y dudas, y a veces, solo a veces, angustia.
Me atrevo a decir que, en los últimos ocho meses de mi vida, he aprendido más sobre la vida misma que de todo aquello que he podido aprender en mis veintisiete años de vida. Los duelos son batallas perdidas, son derrotas, y a quien en su sano juicio le gusta perder; sin embargo, la verdadera pulcritud de la vida está en saber continuar, soltando, sin aferrarse, porque la vida se encarga de sacarte de lugares que no son tuyos y colocarte en otros para aprender y mejorar nuestra versión; del mismo modo hacerte coincidir con otras personas, aunque sea por un breve tiempo y luego divergirlas de tu vida.
En estos días, un amigo —casi hermano— me dijo: “Vivimos menos tiempo del que pasamos muertos”. Así tengo claro que, al reloj de la vida, solo una vez se le da cuerda. Ningún ser humano tiene el poder de saber cuándo las agujas se detendrán. Es el único tiempo que te pertenece, así que vive, ama y lucha con determinación, desconfiando del mañana, porque las agujas pueden haberse detenido para entonces.
La vida es como una montaña; para escalarla, debemos ser como alpinistas, debemos tener guantes y zapatos con trinches, ir atados al de arriba y al de abajo, porque si alguno de los puntos de apoyo falla, tenemos que estar sostenidos de otro punto, porque si no, simplemente nos matamos, así que no podemos avanzar en la vida sostenidos de un solo punto, de un solo sueño, de un solo deseo; porque cuando he perdido sueños importantes, cuando se ha muerto gente querida, cuando he perdido amores, me han sostenido mis otros puntos de agarre, como lo son: amigos, trabajo, estudio, pasiones, hobbies, etc. Ahora que lo pienso, soy una persona que siempre ha tenido más sueños y deseos, que tiempo. He intentado muchas cosas, algunas salieron y la mayoría no, pero eso no importa, porque en realidad prefiero que se me acabe el tiempo antes que los sueños o los deseos; este pensar en mí lo fortalecieron las historias de vida de los seres sobre los que les he contado someramente en las líneas antecedentes de este escrito.
Cuando me toque irme de este mundo, no quiero sentir pena por los sueños o deseos que aún tenía por cumplir. Y no quedarme viendo el transcurrir del tiempo, preguntándome cuánto falta para que esto termine. Así que no he de esperar mi muerte; dejaré que me sorprenda, y qué mejor forma de hacerlo que viviendo la vida a pleno.
Como dije en un principio, este escrito va dedicado a la muerte, pero haciendo énfasis en la vida, porque para que haya muerte, primero tiene que haber vida. Así que vivamos cada día como si fuera el último, sin resentimientos, sin culpa, sin temores, aunque, como todo en esta vida, a veces es un poco difícil. Pero no claudiquemos en el intento. Aunque la vida siempre nos enseña con sus formas que todo no se puede.