jueves, 23 de enero de 2025

El éxito no se basa en el mérito

 El vocablo "éxito" deriva del latín exire, que se compone de ex (fuera) e ire (ir). En otras palabras, salir, irse fuera. A pesar de que también se empleaba para señalar "fin", "término". La traducción en inglés fue exit, una palabra que se encuentra en señales de todos los aeropuertos del mundo para indicar la salida.

Además, frecuentemente también la usamos al referirnos a alguien que ha dejado nuestra vida o a una relación que ha terminado: un "ex".

Por el siglo XVIII se registró en español con su significado original, y con el paso del tiempo se transformó hasta hallar su significado actual: final feliz u objetivo logrado.

Por otro lado, "mérito" surge del término en latín meritus, que es un participio pasivo de mereō: merecer. Es claro que existe una considerable separación entre algo que termina y algo que se merece. En ocasiones, para bien, en ocasiones para mal, no siempre las situaciones terminan como se esperaría.

Por lo cual podemos avizorar que la vida carece de equidad.

Observemos nuestro entorno y verificaremos que los mejores no siempre son los triunfadores. El mundo está repleto de triunfadores sin mérito y de meritorios sin éxito. Y de personas exitosas que se sienten infelices —que hasta finiquitan su propia vida—.

Los que lograron el objetivo llegando a la meta son mostrados como ejemplo. Muchos lo han efectuado con armas de valor, otros con menos, y existen quienes solo contaban con un golpe de azar. El azar es un asunto que merece considerarse al reflexionar acerca de la vida.

Como seres humanos no ostentamos todo el control. No fijamos certezas y nos movemos serenamente sobre ellas. En cambio, poseemos incertidumbres y fluctuamos entre lo factible y lo inviable.

Borges ironizaba que “lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad”.

De igual manera, Voltaire tenía un pensamiento similar, argumentando que el azar era un término sin sentido, ya que “nada puede existir sin causa”.

Desde el lado contrario, Eurípides —uno de los tres destacados poetas de tragedia en la antigua Grecia— expresó: “Sostener que existen los dioses, ¿no será que nos engañamos con mentiras y sueños irreales, siendo que sólo el azar y el cambio constante controlan el mundo?”

Además, Séneca acoge esta mirada: “Verdaderamente, el azar tiene mucho poder sobre nosotros, puesto que, si vivimos, es por azar”.

Así mismo, Stephen Hawking expresó: “He notado que incluso aquellos que afirman que todo está predestinado y que no podemos cambiar nada al respecto, miran a ambos lados antes de cruzar la calle”.

Hace unos días, me resonaron las palabras de Horacio Ferrer: “Los seres que no saben de la muerte no tienen tiempo, no tienen ni pasado ni futuro, pero como seres humanos, sí”. Ello me conllevó a cuestionarme: ¿el momento de nuestra muerte será por azar o por toda la maquinaria de la causalidad que se orquesta desde nuestro nacimiento?

A continuación, unos breves relatos que me llevan a disociar el mérito del éxito, el azar de la causalidad, porque, como hemos de ver, el azar es como un dios peculiar capaz de destruir todo: la felicidad, la tristeza, el amor y la propia vida.

Guillaume Le Gentil nació en Francia en 1725. Cuando su familia lo instó a adoptar los hábitos, estudió teología con los jesuitas de París, donde conoció a Joseph Delisle, un reconocido astrónomo y cartógrafo. Le Gentil, entusiasmado por el conocimiento que adquiría a su lado, optó por dedicarse al estudio de la astronomía.

En 1753, ingresó a la Academia de Ciencias. Pocos años después, ya había adquirido una considerable reputación. Por aquel entonces, se inició la planificación de una expedición internacional con el objetivo de calcular la distancia entre la Tierra y el Sol.

Para conseguirlo, era esencial utilizar "el tránsito de Venus", un suceso astronómico que tiene una periodicidad inusual: cuatro tránsitos cada 243 años. Los dos primeros tránsitos se separaron durante ocho años y los otros dos por más de cien. El último par de eventos ocurrió en 1631 y 1639, siendo los siguientes en 1761 y 1769. Más de un centenar de científicos se movilizaron en diferentes lugares del planeta con el objetivo de aprovechar esa oportunidad única para determinar con precisión la distancia entre la Tierra y el Sol. Guillaume Le Gentil fue uno de ellos.

El astrónomo francés determinó que Pondicherry, una región de la costa oriental de la India —en ese momento perteneciente al reino de Francia— era el lugar ideal para tomar las referencias. Partió de Francia con una anticipación de quince meses. Tiempo más que suficiente para instalar y asentar los dispositivos de medición. Sin embargo, los vientos alteraron la dirección del barco y casi naufragó en el mar. A pesar de todo, consiguió alcanzar su destino, pero no logró desembarcar debido a la circunstancia política del área: los ingleses habían tomado el territorio.

Obligado a realizar sus mediciones desde un barco que se encontraba en reparación y en constante desplazamiento, sus cálculos resultaron inútiles. Entendiendo que el suceso ocurriría ocho años más tarde, optó por un nuevo destino: Manila, la capital de Filipinas, fue el lugar al que se dirigió sin reservas. No obstante, el 23 de octubre de 1766, el monte Mayón, un volcán que había estado inactivo durante 150 años, estalló y Le Gentil tuvo que huir de inmediato. Luego de la firma del Tratado de París, Pondicherry, su destino inicial, volvió a estar gobernado por Francia y el astrónomo retomó su proyecto original.

Desde comienzos de 1767, residiendo en la India, en esta ocasión tuvo suficiente tiempo para prepararse. Estableció un observatorio, puso los instrumentos, los examinó hasta el agotamiento y aguardó la fecha establecida. Aquella mañana comenzó tan brillante como las previas, pero al llegar el instante deseado, una tormenta morrocotuda se desató, dejando completamente encapotado el cielo durante las casi tres horas que abarcó el fenómeno, y Le Gentil no logró percibirla. Quemar el observatorio fue poco.

Para rematar su vivencia, enfermó de disentería y tardó cerca de un año en recuperarse. Durante su travesía de retorno, el barco fue azotado por un tifón cerca de Reunión, cayendo al mar. Fue rescatado por un navío español, para finalmente llegar a París en 1771. Previamente, debido a que la última noticia suya fue que había naufragado, se le declaró oficialmente muerto. Así pues, sus bienes fueron distribuidos, su puesto en la Academia de Ciencias fue adjudicado a otro científico y quien era su esposa —ya viuda, dadas las circunstancias— se había vuelto a casar.

Después de cerca de diez años de viajes, incertidumbres y desgracias, el segundo tránsito de Venus ocurrió sin que él lograra registrar ni una única referencia válida. Ya no tendría la capacidad de hacerlo. Si las estimaciones eran acertadas — y lo fueron—, el siguiente tránsito ocurriría el 9 de diciembre de 1874. Más de cien años habrían transcurrido.

Le Gentil registró en su diario: “He viajado más de diez mil leguas, he cruzado una multitud de mares, exiliándome de mi propia tierra, solo para ser testigo de una nube fatal que me apartó de los frutos de mis sufrimientos y fatigas”.

Diez años de dedicación, más de diez mil kilómetros recorridos y bastó un cielo nuboso para que Guillaume Le Gentil, en vez de alcanzar el éxito, se topara con el fracaso y además lo perdiera todo.

¿Destino, merecimiento, azar u obsesión?

Esta historia no solo estuvo acompañada de mala suerte. Además, la obsesión aportó su parte. Esa fijación que puede perjudicarnos si rechazamos la pérdida de algo. Sin recurrir a grandes logros, en la vida diaria nos encontramos con este tipo de conductas. Numerosos individuos se vuelven obsesionados por obtener algo e insisten más allá de lo lógico, a pesar de que la vida les demuestre que no conseguirán lo que anhelan.

No es verdad que el querer implique poder. Reconocer la derrota no es igual que declararse invicto. No es una mirada conformista, sino la habilidad para aceptar lo más angustioso de la condición humana: todo no es posible.

Hay una narración persa muy corta denominada "Los tres príncipes de Serendip". De esta manera, descubrí el origen del término serendipia. El relato narra los hallazgos azarosos que unos príncipes hacían mientras viajaban. De esta manera, se creó un término para referirse a descubrimientos involuntarios: "serendipity". Definición que en castellano se tradujo como serendipia.

Quizás la serendipia más significativa fue la efectuada por el médico escocés Alexander Fleming.

Fleming era un individuo bastante desordenado, lo cual fue un beneficio para su hallazgo. Como médico, tenía la obligación de finalizar unos experimentos que su amigo Melvyn Price había abandonado al irse del laboratorio que compartían. Fleming se situaba allí, en medio de su caos, circundado por placas con cultivos de estafilococos, cuando de repente descubrió que una de estas placas había sido contaminada con hongos. La observó y descubrió que los estafilococos habían desaparecido en las áreas donde se desarrollaba el hongo. Tomó una muestra y la conservó para futuras investigaciones. Fue su cultivo inicial utilizando el hongo "Penicillium".

Fleming llamó penicilina a aquella sustancia desconocida que había disminuido la proliferación de las bacterias. A pesar de que reconoció de inmediato la importancia de este descubrimiento, sus compañeros lo disminuyeron. No obstante, el antibiótico llamó la atención del gobierno de Estados Unidos, quien accedió a financiar sus estudios. Por aquel entonces, la Segunda Guerra Mundial estaba en marcha y ese hallazgo podría ser crucial. Y lo consiguió. Por lo tanto, Alexander Fleming fue galardonado con el Nobel de Medicina en 1945 por el hallazgo de la penicilina. Muchos se irritaron. Defendían que Fleming no debería ser premiado, ya que solo hizo una observación casual sobre un fallo que había ocasionado.

Era verdad. A pesar de que, como afirmó La Rochefoucauld, aunque los hombres se vanaglorian de sus grandes creaciones, “frecuentemente no son estas el resultado de un noble propósito, sino efecto del azar”.

Premio Nobel. Reconocimiento. Éxito.

¿Merecimiento o azar?

A menudo, se pasa por alto la relevancia del azar, ya que rechaza la noción de que todo está en nuestras manos y establece un límite a la vanidad humana. Por lo que sería un error pensar que todo éxito o fracaso es merecido.

Nos guste o no, la vida es en su mayoría azarosa, y existen aspectos que no podemos manejar. A pesar de que vale la pena el esfuerzo de buscar el éxito, porque como dijo Pasteur: “El azar sólo favorece a los espíritus preparados”.

jueves, 16 de enero de 2025

Sin temor del Hado

 Soy alguien que no tiene una vida social desenfrenada —por lo menos eso pienso— ya que usualmente salgo de juerga o a reuniones los fines de semana cada dos semanas aproximadamente, y muy rara vez algún día entre semana, solo cuando la ocasión lo amerita.

Hace algunos días, fui invitado a una reunión por el cumpleaños de un amigo, quien cumplía un cuarto de siglo viviendo en este plano terrenal. Este amigo mío acostumbra a decretar el preludio de sus reuniones a las 6 p.m., como si se tratara de una matiné o fiesta infantil. Pero entiendo sus motivos, y es que, ya que todos sus amigos somos peruanos o, por lo menos, los que invita, pues irresistiblemente todo el mundo cumple con la hora peruana, hora cabana. Pienso que uno es puntual cuando realmente lo desea, como en mi caso: llego entre veinte y treinta minutos más tarde de mi hora de ingreso al trabajo —aunque no siempre—, pero cuando son compromisos que me nacen y me mueven más allá, pues estoy incluso antes de la hora pactada. Así que no soy quién para criticar la tardanza, más bien la acepto y la respeto.

Volviendo al quid de la cuestión, como en cada reunión, no pueden faltar las bebidas espirituosas, elixires de barricas, que pasan tantos años a la espera de ser ingeridas a borbotones. Es así como en las reuniones o juergas llega un punto en que uno va viendo como el alcohol, gota a gota, se agota, por lo que indiscutiblemente no falta nunca quien lanza la alerta y precavidamente organiza la colecta para adquirir el siguiente líquido elemento; esos amigos nunca faltan, felizmente. La reunión llegó a su momento cúspide a la medianoche cuando nos dispusimos a degustar un delicioso pollo a la brasa, calurosamente patrocinado por la apreciada madre de mi amigo. Pasadas las horas en donde uno está conversando, bebiendo y disfrutando de la buena música —del momento o clásicos longevos—, poco a poco, los invitados empiezan a discurrir argumentando que tienen planes en unas horas y deben estar presentables, otros simplemente se retiran porque ya no se hallan a gusto, otros porque empiezan a ser domados por el cansancio y adormecimiento —producto de la hora y la ingesta de alcohol—, algunos otros porque solo tienen permiso hasta cierta hora, y así un sinfín de argumentos posibles; sin embargo, siempre quedan algunos que no se van hasta que el acto culmine y literalmente vean la salida del sol. En ocasiones, gustosamente puedo decir que soy de aquellos que aman disfrutar de los primeros rayos solares. Así pues, aquel fin de semana transcurrido, pude apreciar la alborada del día. Después de llegar al departamento y previo a disponerme a dormir por algunas horas gustosamente en mi plácida cama, llega el momento de la verdad al comprobar que no olvidé nada en el taxi o en algún otro lugar —felizmente nunca me ha pasado o, por lo menos, no al punto de perderlo—, pero lo realizo como acto protocolar, tal cual inventario general de mis posesiones utilizadas en la noche previa.

Después de disfrutar del descanso en los brazos de Morfeo, unos minutos después de pararme, me dispongo a beber, pero esta vez agua. Noto que mi cuerpo empieza a manifestar los estragos de las horas previas, iniciando con el dolor de cabeza, el malestar muscular y demás manifestaciones que provoca el paso del alcohol por el torrente sanguíneo. Así, de un desparpajo, caigo en cuenta de que ya no soy aquel joven que en años previos podía hasta estar de juerga por tres días. Sí, leyeron bien, qué buenos recuerdos. Aplaudo a los que aún lo pueden hacer, y les digo que disfruten, porque llega una edad en la que a las justas se puede con un día.

Finalmente, al despertar por completo, beber abundante agua y asearme, me dispongo a analizar qué actividades he de realizar durante el día. Aquel domingo debía limpiar el departamento, ya que no lo hacía por casi diez días y pues ya estaba lleno de polvo, sobre todo los muebles, ya que aún no hay aspiradora robot que realice tal función —por lo menos no la he visto para comprarla—. ¿Qué sería de mí sin la aspiradora robot? Mientras la aspiradora hacía su trabajo al ras del piso, yo iba limpiando los muebles y lustrando las áreas que ya no tenían polvo. Desde que comencé con esas actividades, pues habrían transcurrido apenas unos cuarenta minutos, y de repente empecé a sentir náuseas, mareo y un dolor de cabeza intenso, todo en conjunto, como si se tratara de un combo con descuento que uno encuentra haciendo compras. Así se manifestaba la resaca; no es la primera vez que sufro de la misma, pero en esta ocasión sí tardó en manifestarse, que hasta incluso llegué a vanagloriarme porque pensé que mi cuerpo estaba álgidamente en su esplendor después de la ingesta del alcohol. Pero siempre la vida aparece con sus golpes de realidad y nos arroja las consecuencias de nuestros actos.

Mi labor de limpiar el departamento de pronto quedó paralizada; la aspiradora se quedó sin batería y el resto de los ítems de limpieza, pues, donde cayeron. No tuve de otra que dirigir mi cuerpo al sillón y descansar. Cuando estoy en modo amo de casa, pues escucho todo tipo de género musical. Así me entregué nuevamente a los brazos de Morfeo, con la esperanza de que, al despertar, la resaca haya finiquitado en mi ser. Transcurrida casi una hora después, desperté con una sensación un poco más placentera, pero esta vez la melodía que sonaba desde el televisor era música criolla y es que el algoritmo sabe que los domingos al mediodía es lo que me gusta escuchar. Así pues, sonaba el Zambo Cavero con “Cada domingo a las doce después de la misa”; al mirar mi reloj, caí en cuenta de que eran las dos de la tarde. Escuchar música criolla al mediodía usualmente impulsa a mis papilas gustativas a degustar algún platillo de nuestra exquisita cocina, pero en ese momento todo mi sistema gustativo estaba anulado. Ni hambre tenía. Así me dispuse a continuar con mi labor de limpieza en mi hogar, pero claudiqué en el intento porque, apenas me puse de pie, nuevamente volvieron a mí los malestares. Por lo que volví al sillón y me puse a ver una película. Finalmente, a eso de las cinco de la tarde pude ponerme en pie para culminar con mis actividades de limpieza. Como buen precavido que soy, horas antes de salir, el sábado por la mañana aproveché en lavar mi ropa, así que no tendría problema con ello; de lo que sí no tuve consideración fue en abastecerme de comida, así que ya por la noche del domingo me dispuse a ir de compras para no morir de hambre durante la semana que estaba por iniciar. Recién por la noche y ya estando rodeado de comida, volvió a mí la esencia de mi apetito.

He caído en cuenta de que ya no soy aquel joven que podía soportar varios mililitros de alcohol en su cuerpo, así como también de mi irresponsabilidad por no cuidar de mi salud ante la condición que me limita en cuanto a consumo de alcohol se refiere. Me encantaría decir que me volveré abstemio, pero eso sería engañarme vilmente. Pero sería miserable si no reconociera cuánto he disfrutado con tales vivencias y cuántas anécdotas tengo para contar. A manera de dejar un pequeño rastro de ellas, aquí van algunas:

  • La vez en que me olvidé mi celular en casa de una amiga donde se celebraba su cumpleaños, y tuve que ir a recogerlo horas más tarde, pero lastimosamente ella viajaba y quien me entregó mi celular fue su papá. Recuerdo que se me caía la cara de vergüenza. Tenía diecinueve años.
  • Cuando regurgité desde el puente Chilina a las instalaciones de Egasa, y es que no podía ensuciarle el carro a mi amigo. Aun en ese estado soy consciente de la pulcritud.
  • En Lima, con unos amigos queríamos adquirir más licor y pues nos dispusimos a ir a Tambo, donde trabajan 24 horas, pero solo expendían licor hasta las 11 p.m., y al estar fuera de hora y no poder adquirirlo, quise colocar un reclamo por esa restricción horaria. Al día siguiente volví y casualmente me encontré con el chico que me atendió horas antes; le pedí disculpas por el impase.
  • El cumpleaños de un amigo fue un jueves y todo comenzó como una reunión con varios amigos plan tranqui en día de semana, no recuerdo cómo se pasaron las horas y terminé llegando al departamento a las 4:30 a.m. Ya siendo viernes, tenía que ir a trabajar e ingresaba a las 6 a.m. Llegué a las 7:30 a.m., a la par de la llamada de mi jefe. Felizmente, el asistente y los auxiliares saben sus funciones a detalle; ese día supe que contaba con ellos y no necesitaban de supervisión constante.
  • La ocasión en donde, al despertar, me percaté de que el celular que tenía en mi poder no era el mío. Después de las indagaciones correspondientes, mi amigo tenía mi celular y el que yo tenía era de él.
  • En una juerga en el depa, mi amigo trajo a su team de medicina; solo he de decir que beben alcohol como agua. Me fui a dormir a la 1 a.m. Al despertar unas horas después, encontré una bolsa de basura llena de botellas de licor —más de las que dejé—, otra bolsa con restos de comida pedida por delivery, la jarra y vasos bien lavados en la cocina; hasta creo que habían limpiado el piso. Esa fue la única vez que, después de una reu en el departamento, no tuve que limpiar; gracias gente.

Definitivamente, podría continuar contando muchas más anécdotas, buenas y malas; finalmente me quedo con ellas y las acepto, porque me trajeron a este punto, sumando mucho en mi vida y porque no también restando —lo necesario— quizá.

Por cierto, mamá, tengo conocimiento de que desde hace algunas semanas lees estas líneas; definitivamente te estás enterando mucho más de lo que sabes, pero confía en que has criado por poco más de veinte años a un ser humano con valores: responsable —en su casi totalidad—, respetuoso, tolerante, etc. y sobre todo mesurable con los elíxires mundanos.

Así pues, tengo infinidad de vivencias afines con el licor. No puedo quejarme, por tener cada historia que algún día he de contar a alguien en su totalidad; dicho esto, me resuenan nuevamente las palabras de la sabia Sor Juana Inés: “Goza, sin temor del Hado, el curso breve de tu edad lozana, pues no podrá la muerte de mañana quitarte lo que hubieres gozado”, que en traducción sería: “Pásatelo bomba de joven y que no te quiten lo bailado, porque después todo son madrugones, facturas e ibuprofeno”. Finalmente, vida solo hay una, así que corresponde disfrutarla y aceptarla con todo lo que nos ofrece. ¡Salud!

jueves, 9 de enero de 2025

Abrazar la imperfección

  Estas líneas las escribí hace unas semanas y, como casi todos los post, estos primero pasan por la aprobación de mi entrañable editora, quien para este caso ya lo había aprobado un miércoles, así que el post estaba listo para ser publicado sacramentalmente como cada jueves, pero aquel jueves, nada volvió a ser igual. Como preámbulo a las líneas a continuación, puedo hoy decir que la vida es completamente imperfecta y que una exigua perfección que muestra es la muerte. Me explico: morimos teóricamente porque algún órgano perfecto —previamente— en su funcionamiento, presenta de pronto una imperfección, lo que provoca que todo en conjunto comience a fallar. Vale para todo: accidente, enfermedad, edad avanzada y demás. Al final, todo es fruto de la imperfección. Hoy finalmente soy consciente de que nada es perdurable; sin embargo, ello no significa que no valió la pena, porque así como la vida llega a su fin, no significa que en la finitud no exista la belleza o perfección, aunque breve, pero finalmente ostensible por momentos.

Hace unas semanas atrás tuve un éxito a nivel laboral, pero la verdad es que me dejó un sabor amargo, ya que no lo disfruté como tal al no haber sido perfecto o disfrutable como yo hubiera querido.

Así que hoy estoy aquí, escribiendo estas líneas sobre la perfección, que en ocasiones se espera o a veces se exige. Partamos por la definición de perfección: es aquello que no tiene errores, falencias o defectos; se trata, por lo tanto, de algo que alcanzó su máximo nivel.

Como seres humanos, muchas veces buscamos la perfección como si fuera algo alcanzable, pero eso es un mito: no importa cuánto logres, no importa cuánto tengas, nunca llegarás al máximo o infinito; nada es perfecto. Así que corresponde desmitificar la perfección, pero eso solo será posible con un trabajo sesudamente organizado y, sobre todo, con un amplio espectro de compromiso certero y fidedigno.

Cuando inicio alguna actividad, soy consciente de que existe todo un trecho desde el punto inicial hasta la meta y ese trecho, de hecho, es algo que no conozco en absoluto, por lo que siempre habrá cosas que puedan fallar y por ende reconozco que no será perfecto.

Hace un tiempo me topé con el trabajo del life coach de Michael Jordan —siempre me pregunté cuáles son los hábitos de la gente que notoriamente tiene mayormente éxito en aquello que hace— y así llegué a conocer el trabajo de Tim Grover. En uno de sus libros menciona lo siguiente: "No existe el equilibrio perfecto, constantemente estamos persiguiendo el equilibrio, pero el equilibrio es inalcanzable, porque a veces ocurrirá que nos enfoquemos más en nuestra carrera y, producto de ello, significará que no tengamos completa disposición para la vida social, la vida en pareja o la vida en familia". No podemos tener nuestra energía o atención perfectamente dividida en todo y hay que reconocerlo. No se trata de descuidarlo, sino, más bien, dejar de pretender que se puede hacer todo perfectamente y con equilibrio.

Por lo tanto, no debemos caer en el extremo de buscar que todas las esferas de nuestra vida tengan que estar al cien por ciento, sino, por el contrario, reconocer que las diferentes esferas siempre van a estar imperfectas. Lo que podemos hacer es buscar un punto intermedio entre todas estas esferas. Es complicado, más aún si uno se coloca expectativas inalcanzables, pues lo único que terminará consiguiendo es frustrarse.

Soy una persona que lidia mucho con el perfeccionismo; constantemente me exijo mucho, pero en las últimas semanas me he permitido reconocerlo para poder sanarlo, dándome permiso y aceptando que no todas las esferas de mi vida van a estar bien. En adelante, tengo claro que mi valor no está en lo que hago, sino más bien en sentir que tengo bajo control lo que hago.

Esto, definitivamente, provoca crear expectativas inalcanzables. Tener el control de todo no es alcanzable. A medida que uno se permite determinar a qué áreas le va a entregar mayor atención, cuál será el área más importante que vaya a tener mi atención y energía. Recomiendo que el área principal seas tú. No puedes ayudar a nadie más, si primero no te ayudas a ti. Entiendo que, si yo no estoy en un buen lugar, pues simplemente no puedo ser apoyo de nadie… No puedo quitarme el aire para que alguien más respire. Es como ocurre en un avión; lo primero es que te pongas la mascarilla, tú primero, para que luego puedas ponérsela a otro.

Hace unos meses acudí a un especialista en la búsqueda de asumir una alimentación saludable; así adopté una alimentación estructurada. Me sirve de mucho llevarla así por mi propio bienestar y literalmente he visto los cambios, pero ahora últimamente me está costando mantenerme con esa estructura de alimentación. Entonces, al no poder hacerlo así, empiezo a sentir la frustración, llenándome de cortisol, por el estrés, que perjudica mi salud, paradójicamente, esperando que la buena alimentación me ayude a mantener una buena salud. Pero el estrés nos llena de sintomatologías físicas; incluso somatizamos muchas cosas porque nos presionamos todo el tiempo.

Nadie tiene todo resuelto, nadie es perfecto. Yo soy consciente de que me equivoco, sé que a veces digo cosas que no son correctas, sé que a veces he escrito cosas con las que después no concuerdo por completo. Pero me permito reconocer y honrar la versión que soy hoy, porque viene con el juicio de todo lo que hice, de cómo me equivoqué y que pude hacer diferente. Pero esto sería juzgar a quien fui, con quien soy hoy. Pasa mucho en las redes sociales, por ejemplo, uno solo muestra un lado de las cosas; difícilmente se muestra la realidad como tal, además porque las redes sociales son como tierra de nadie, ya que no hay permiso para equivocarse.

Es difícil que uno sienta cariño por sus zonas oscuras, que a veces uno mismo no quiere reconocer. Porque sucede que no solo quieres que los demás no las vean, sino que uno mismo no quiere verlas, entonces las envías al inconsciente. Al aceptar tus sombras y saber cómo relacionarte con ellas, esa sombra se convierte en una puerta que te permite ver aspectos extraordinarios de mejora. Hasta no aceptar esa sombra, es imposible evolucionar de verdad. Cuando me he encontrado con mis sombras, lógicamente he sentido tristeza por ver algo que no había visto, pero no me privo de la alegría que significaría el poder transformar esas zonas oscuras.

En la vida somos como un termómetro; van a ver veces que estemos en números verdes, veces en neutral y otras ocasiones donde estemos en números rojos, porque la vida son altos y bajos. Al estar en rojo, nuestra paciencia y la tolerancia se vuelven cortas y puede que uno reaccione de una manera de la que en adelante se arrepienta. Por eso, es importante reconocer dónde estamos en ese termómetro. Primordialmente reconociendo aquello que nos resta y aquello que suma.

Reconocer que hoy quizá no pueda tener la dieta estructurada que necesito ante el diagnóstico que me dieron. Pero no por ello permitiré que me provoque estrés en la búsqueda de conseguirla o llevarla a cabo. Reconociendo que a veces podremos dar todo y a veces no será posible. Reconocer dónde estás para ser compasivo con uno mismo. Alguien alguna vez me dijo el siguiente ejemplo: Es como romperse la pierna y pretender correr una maratón con la pierna rota. Pero como ese indicador es sobre salud mental, es algo que no se puede ver físicamente, como ocurre en una radiografía; es así que a veces no se honran o no se reconocen esos momentos.

Debemos permitirnos escoger las áreas en que deseamos trabajar; por ejemplo, a estas alturas ya me hubiera gustado escribir un libro, pero por el tiempo no puedo. En vez de pagar un alquiler, ya quisiera estar pagando las cuotas del departamento, pero aún no tengo ese nivel de solvencia propia; así que escojo qué áreas puedo atender de la forma en que hoy me siento bien conmigo mismo y reconocer qué áreas puedo dejar para el futuro o también renunciar a ciertas cosas.

Mi presente es imperfecto y aun así lo honro, lo agradezco y lo celebro; debemos aprender a reconocer cuáles son las cosas que nos quitan la paz y quiénes son las personas o cosas que nos suman o, por el contrario, nos restan. Por ejemplo, me encanta escribir y leer; eso lo disfruto y eso me suma. Ahora tú, reconoce que te suma y quién te suma. Y date la oportunidad de regalarte ese abrazo a tu ser imperfecto. Ese abrazo a tu luz y oscuridad, porque no existe tu versión perfecta. Ojalá este proceso te permita compartir y conectar con tu vulnerabilidad, reconociendo tus pequeños logros, como me lo permitió a mí.