El vocablo "éxito" deriva del latín exire, que se compone de ex (fuera) e ire (ir). En otras palabras, salir, irse fuera. A pesar de que también se empleaba para señalar "fin", "término". La traducción en inglés fue exit, una palabra que se encuentra en señales de todos los aeropuertos del mundo para indicar la salida.
Además, frecuentemente también la usamos al referirnos a alguien que ha dejado nuestra vida o a una relación que ha terminado: un "ex".
Por el siglo XVIII se registró en español con su significado original, y con el paso del tiempo se transformó hasta hallar su significado actual: final feliz u objetivo logrado.
Por otro lado, "mérito" surge del término en latín meritus, que es un participio pasivo de mereō: merecer. Es claro que existe una considerable separación entre algo que termina y algo que se merece. En ocasiones, para bien, en ocasiones para mal, no siempre las situaciones terminan como se esperaría.
Por lo cual podemos avizorar que la vida carece de equidad.
Observemos nuestro entorno y verificaremos que los mejores no siempre son los triunfadores. El mundo está repleto de triunfadores sin mérito y de meritorios sin éxito. Y de personas exitosas que se sienten infelices —que hasta finiquitan su propia vida—.
Los que lograron el objetivo llegando a la meta son mostrados como ejemplo. Muchos lo han efectuado con armas de valor, otros con menos, y existen quienes solo contaban con un golpe de azar. El azar es un asunto que merece considerarse al reflexionar acerca de la vida.
Como seres humanos no ostentamos todo el control. No fijamos certezas y nos movemos serenamente sobre ellas. En cambio, poseemos incertidumbres y fluctuamos entre lo factible y lo inviable.
Borges ironizaba que “lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad”.
De igual manera, Voltaire tenía un pensamiento similar, argumentando que el azar era un término sin sentido, ya que “nada puede existir sin causa”.
Desde el lado contrario, Eurípides —uno de los tres destacados poetas de tragedia en la antigua Grecia— expresó: “Sostener que existen los dioses, ¿no será que nos engañamos con mentiras y sueños irreales, siendo que sólo el azar y el cambio constante controlan el mundo?”
Además, Séneca acoge esta mirada: “Verdaderamente, el azar tiene mucho poder sobre nosotros, puesto que, si vivimos, es por azar”.
Así mismo, Stephen Hawking expresó: “He notado que incluso aquellos que afirman que todo está predestinado y que no podemos cambiar nada al respecto, miran a ambos lados antes de cruzar la calle”.
Hace unos días, me resonaron las palabras de Horacio Ferrer: “Los seres que no saben de la muerte no tienen tiempo, no tienen ni pasado ni futuro, pero como seres humanos, sí”. Ello me conllevó a cuestionarme: ¿el momento de nuestra muerte será por azar o por toda la maquinaria de la causalidad que se orquesta desde nuestro nacimiento?
A continuación, unos breves relatos que me llevan a disociar el mérito del éxito, el azar de la causalidad, porque, como hemos de ver, el azar es como un dios peculiar capaz de destruir todo: la felicidad, la tristeza, el amor y la propia vida.
Guillaume Le Gentil nació en Francia en 1725. Cuando su familia lo instó a adoptar los hábitos, estudió teología con los jesuitas de París, donde conoció a Joseph Delisle, un reconocido astrónomo y cartógrafo. Le Gentil, entusiasmado por el conocimiento que adquiría a su lado, optó por dedicarse al estudio de la astronomía.
En 1753, ingresó a la Academia de Ciencias. Pocos años después, ya había adquirido una considerable reputación. Por aquel entonces, se inició la planificación de una expedición internacional con el objetivo de calcular la distancia entre la Tierra y el Sol.
Para conseguirlo, era esencial utilizar "el tránsito de Venus", un suceso astronómico que tiene una periodicidad inusual: cuatro tránsitos cada 243 años. Los dos primeros tránsitos se separaron durante ocho años y los otros dos por más de cien. El último par de eventos ocurrió en 1631 y 1639, siendo los siguientes en 1761 y 1769. Más de un centenar de científicos se movilizaron en diferentes lugares del planeta con el objetivo de aprovechar esa oportunidad única para determinar con precisión la distancia entre la Tierra y el Sol. Guillaume Le Gentil fue uno de ellos.
El astrónomo francés determinó que Pondicherry, una región de la costa oriental de la India —en ese momento perteneciente al reino de Francia— era el lugar ideal para tomar las referencias. Partió de Francia con una anticipación de quince meses. Tiempo más que suficiente para instalar y asentar los dispositivos de medición. Sin embargo, los vientos alteraron la dirección del barco y casi naufragó en el mar. A pesar de todo, consiguió alcanzar su destino, pero no logró desembarcar debido a la circunstancia política del área: los ingleses habían tomado el territorio.
Obligado a realizar sus mediciones desde un barco que se encontraba en reparación y en constante desplazamiento, sus cálculos resultaron inútiles. Entendiendo que el suceso ocurriría ocho años más tarde, optó por un nuevo destino: Manila, la capital de Filipinas, fue el lugar al que se dirigió sin reservas. No obstante, el 23 de octubre de 1766, el monte Mayón, un volcán que había estado inactivo durante 150 años, estalló y Le Gentil tuvo que huir de inmediato. Luego de la firma del Tratado de París, Pondicherry, su destino inicial, volvió a estar gobernado por Francia y el astrónomo retomó su proyecto original.
Desde comienzos de 1767, residiendo en la India, en esta ocasión tuvo suficiente tiempo para prepararse. Estableció un observatorio, puso los instrumentos, los examinó hasta el agotamiento y aguardó la fecha establecida. Aquella mañana comenzó tan brillante como las previas, pero al llegar el instante deseado, una tormenta morrocotuda se desató, dejando completamente encapotado el cielo durante las casi tres horas que abarcó el fenómeno, y Le Gentil no logró percibirla. Quemar el observatorio fue poco.
Para rematar su vivencia, enfermó de disentería y tardó cerca de un año en recuperarse. Durante su travesía de retorno, el barco fue azotado por un tifón cerca de Reunión, cayendo al mar. Fue rescatado por un navío español, para finalmente llegar a París en 1771. Previamente, debido a que la última noticia suya fue que había naufragado, se le declaró oficialmente muerto. Así pues, sus bienes fueron distribuidos, su puesto en la Academia de Ciencias fue adjudicado a otro científico y quien era su esposa —ya viuda, dadas las circunstancias— se había vuelto a casar.
Después de cerca de diez años de viajes, incertidumbres y desgracias, el segundo tránsito de Venus ocurrió sin que él lograra registrar ni una única referencia válida. Ya no tendría la capacidad de hacerlo. Si las estimaciones eran acertadas — y lo fueron—, el siguiente tránsito ocurriría el 9 de diciembre de 1874. Más de cien años habrían transcurrido.
Le Gentil registró en su diario: “He viajado más de diez mil leguas, he cruzado una multitud de mares, exiliándome de mi propia tierra, solo para ser testigo de una nube fatal que me apartó de los frutos de mis sufrimientos y fatigas”.
Diez años de dedicación, más de diez mil kilómetros recorridos y bastó un cielo nuboso para que Guillaume Le Gentil, en vez de alcanzar el éxito, se topara con el fracaso y además lo perdiera todo.
¿Destino, merecimiento, azar u obsesión?
Esta historia no solo estuvo acompañada de mala suerte. Además, la obsesión aportó su parte. Esa fijación que puede perjudicarnos si rechazamos la pérdida de algo. Sin recurrir a grandes logros, en la vida diaria nos encontramos con este tipo de conductas. Numerosos individuos se vuelven obsesionados por obtener algo e insisten más allá de lo lógico, a pesar de que la vida les demuestre que no conseguirán lo que anhelan.
No es verdad que el querer implique poder. Reconocer la derrota no es igual que declararse invicto. No es una mirada conformista, sino la habilidad para aceptar lo más angustioso de la condición humana: todo no es posible.
Hay una narración persa muy corta denominada "Los tres príncipes de Serendip". De esta manera, descubrí el origen del término serendipia. El relato narra los hallazgos azarosos que unos príncipes hacían mientras viajaban. De esta manera, se creó un término para referirse a descubrimientos involuntarios: "serendipity". Definición que en castellano se tradujo como serendipia.
Quizás la serendipia más significativa fue la efectuada por el médico escocés Alexander Fleming.
Fleming era un individuo bastante desordenado, lo cual fue un beneficio para su hallazgo. Como médico, tenía la obligación de finalizar unos experimentos que su amigo Melvyn Price había abandonado al irse del laboratorio que compartían. Fleming se situaba allí, en medio de su caos, circundado por placas con cultivos de estafilococos, cuando de repente descubrió que una de estas placas había sido contaminada con hongos. La observó y descubrió que los estafilococos habían desaparecido en las áreas donde se desarrollaba el hongo. Tomó una muestra y la conservó para futuras investigaciones. Fue su cultivo inicial utilizando el hongo "Penicillium".
Fleming llamó penicilina a aquella sustancia desconocida que había disminuido la proliferación de las bacterias. A pesar de que reconoció de inmediato la importancia de este descubrimiento, sus compañeros lo disminuyeron. No obstante, el antibiótico llamó la atención del gobierno de Estados Unidos, quien accedió a financiar sus estudios. Por aquel entonces, la Segunda Guerra Mundial estaba en marcha y ese hallazgo podría ser crucial. Y lo consiguió. Por lo tanto, Alexander Fleming fue galardonado con el Nobel de Medicina en 1945 por el hallazgo de la penicilina. Muchos se irritaron. Defendían que Fleming no debería ser premiado, ya que solo hizo una observación casual sobre un fallo que había ocasionado.
Era verdad. A pesar de que, como afirmó La Rochefoucauld, aunque los hombres se vanaglorian de sus grandes creaciones, “frecuentemente no son estas el resultado de un noble propósito, sino efecto del azar”.
Premio Nobel. Reconocimiento. Éxito.
¿Merecimiento o azar?
A menudo, se pasa por alto la relevancia del azar, ya que rechaza la noción de que todo está en nuestras manos y establece un límite a la vanidad humana. Por lo que sería un error pensar que todo éxito o fracaso es merecido.
Nos guste o no, la vida es en su mayoría azarosa, y existen aspectos que no podemos manejar. A pesar de que vale la pena el esfuerzo de buscar el éxito, porque como dijo Pasteur: “El azar sólo favorece a los espíritus preparados”.