Soy alguien que no tiene una vida social desenfrenada —por lo menos eso pienso— ya que usualmente salgo de juerga o a reuniones los fines de semana cada dos semanas aproximadamente, y muy rara vez algún día entre semana, solo cuando la ocasión lo amerita.
Hace algunos días, fui invitado a una reunión por el cumpleaños de un amigo, quien cumplía un cuarto de siglo viviendo en este plano terrenal. Este amigo mío acostumbra a decretar el preludio de sus reuniones a las 6 p.m., como si se tratara de una matiné o fiesta infantil. Pero entiendo sus motivos, y es que, ya que todos sus amigos somos peruanos o, por lo menos, los que invita, pues irresistiblemente todo el mundo cumple con la hora peruana, hora cabana. Pienso que uno es puntual cuando realmente lo desea, como en mi caso: llego entre veinte y treinta minutos más tarde de mi hora de ingreso al trabajo —aunque no siempre—, pero cuando son compromisos que me nacen y me mueven más allá, pues estoy incluso antes de la hora pactada. Así que no soy quién para criticar la tardanza, más bien la acepto y la respeto.
Volviendo al quid de la cuestión, como en cada reunión, no pueden faltar las bebidas espirituosas, elixires de barricas, que pasan tantos años a la espera de ser ingeridas a borbotones. Es así como en las reuniones o juergas llega un punto en que uno va viendo como el alcohol, gota a gota, se agota, por lo que indiscutiblemente no falta nunca quien lanza la alerta y precavidamente organiza la colecta para adquirir el siguiente líquido elemento; esos amigos nunca faltan, felizmente. La reunión llegó a su momento cúspide a la medianoche cuando nos dispusimos a degustar un delicioso pollo a la brasa, calurosamente patrocinado por la apreciada madre de mi amigo. Pasadas las horas en donde uno está conversando, bebiendo y disfrutando de la buena música —del momento o clásicos longevos—, poco a poco, los invitados empiezan a discurrir argumentando que tienen planes en unas horas y deben estar presentables, otros simplemente se retiran porque ya no se hallan a gusto, otros porque empiezan a ser domados por el cansancio y adormecimiento —producto de la hora y la ingesta de alcohol—, algunos otros porque solo tienen permiso hasta cierta hora, y así un sinfín de argumentos posibles; sin embargo, siempre quedan algunos que no se van hasta que el acto culmine y literalmente vean la salida del sol. En ocasiones, gustosamente puedo decir que soy de aquellos que aman disfrutar de los primeros rayos solares. Así pues, aquel fin de semana transcurrido, pude apreciar la alborada del día. Después de llegar al departamento y previo a disponerme a dormir por algunas horas gustosamente en mi plácida cama, llega el momento de la verdad al comprobar que no olvidé nada en el taxi o en algún otro lugar —felizmente nunca me ha pasado o, por lo menos, no al punto de perderlo—, pero lo realizo como acto protocolar, tal cual inventario general de mis posesiones utilizadas en la noche previa.
Después de disfrutar del descanso en los brazos de Morfeo, unos minutos después de pararme, me dispongo a beber, pero esta vez agua. Noto que mi cuerpo empieza a manifestar los estragos de las horas previas, iniciando con el dolor de cabeza, el malestar muscular y demás manifestaciones que provoca el paso del alcohol por el torrente sanguíneo. Así, de un desparpajo, caigo en cuenta de que ya no soy aquel joven que en años previos podía hasta estar de juerga por tres días. Sí, leyeron bien, qué buenos recuerdos. Aplaudo a los que aún lo pueden hacer, y les digo que disfruten, porque llega una edad en la que a las justas se puede con un día.
Finalmente, al despertar por completo, beber abundante agua y asearme, me dispongo a analizar qué actividades he de realizar durante el día. Aquel domingo debía limpiar el departamento, ya que no lo hacía por casi diez días y pues ya estaba lleno de polvo, sobre todo los muebles, ya que aún no hay aspiradora robot que realice tal función —por lo menos no la he visto para comprarla—. ¿Qué sería de mí sin la aspiradora robot? Mientras la aspiradora hacía su trabajo al ras del piso, yo iba limpiando los muebles y lustrando las áreas que ya no tenían polvo. Desde que comencé con esas actividades, pues habrían transcurrido apenas unos cuarenta minutos, y de repente empecé a sentir náuseas, mareo y un dolor de cabeza intenso, todo en conjunto, como si se tratara de un combo con descuento que uno encuentra haciendo compras. Así se manifestaba la resaca; no es la primera vez que sufro de la misma, pero en esta ocasión sí tardó en manifestarse, que hasta incluso llegué a vanagloriarme porque pensé que mi cuerpo estaba álgidamente en su esplendor después de la ingesta del alcohol. Pero siempre la vida aparece con sus golpes de realidad y nos arroja las consecuencias de nuestros actos.
Mi labor de limpiar el departamento de pronto quedó paralizada; la aspiradora se quedó sin batería y el resto de los ítems de limpieza, pues, donde cayeron. No tuve de otra que dirigir mi cuerpo al sillón y descansar. Cuando estoy en modo amo de casa, pues escucho todo tipo de género musical. Así me entregué nuevamente a los brazos de Morfeo, con la esperanza de que, al despertar, la resaca haya finiquitado en mi ser. Transcurrida casi una hora después, desperté con una sensación un poco más placentera, pero esta vez la melodía que sonaba desde el televisor era música criolla y es que el algoritmo sabe que los domingos al mediodía es lo que me gusta escuchar. Así pues, sonaba el Zambo Cavero con “Cada domingo a las doce después de la misa”; al mirar mi reloj, caí en cuenta de que eran las dos de la tarde. Escuchar música criolla al mediodía usualmente impulsa a mis papilas gustativas a degustar algún platillo de nuestra exquisita cocina, pero en ese momento todo mi sistema gustativo estaba anulado. Ni hambre tenía. Así me dispuse a continuar con mi labor de limpieza en mi hogar, pero claudiqué en el intento porque, apenas me puse de pie, nuevamente volvieron a mí los malestares. Por lo que volví al sillón y me puse a ver una película. Finalmente, a eso de las cinco de la tarde pude ponerme en pie para culminar con mis actividades de limpieza. Como buen precavido que soy, horas antes de salir, el sábado por la mañana aproveché en lavar mi ropa, así que no tendría problema con ello; de lo que sí no tuve consideración fue en abastecerme de comida, así que ya por la noche del domingo me dispuse a ir de compras para no morir de hambre durante la semana que estaba por iniciar. Recién por la noche y ya estando rodeado de comida, volvió a mí la esencia de mi apetito.
He caído en cuenta de que ya no soy aquel joven que podía soportar varios mililitros de alcohol en su cuerpo, así como también de mi irresponsabilidad por no cuidar de mi salud ante la condición que me limita en cuanto a consumo de alcohol se refiere. Me encantaría decir que me volveré abstemio, pero eso sería engañarme vilmente. Pero sería miserable si no reconociera cuánto he disfrutado con tales vivencias y cuántas anécdotas tengo para contar. A manera de dejar un pequeño rastro de ellas, aquí van algunas:
- La vez en que me olvidé mi celular en casa de una amiga donde se celebraba su cumpleaños, y tuve que ir a recogerlo horas más tarde, pero lastimosamente ella viajaba y quien me entregó mi celular fue su papá. Recuerdo que se me caía la cara de vergüenza. Tenía diecinueve años.
- Cuando regurgité desde el puente Chilina a las instalaciones de Egasa, y es que no podía ensuciarle el carro a mi amigo. Aun en ese estado soy consciente de la pulcritud.
- En Lima, con unos amigos queríamos adquirir más licor y pues nos dispusimos a ir a Tambo, donde trabajan 24 horas, pero solo expendían licor hasta las 11 p.m., y al estar fuera de hora y no poder adquirirlo, quise colocar un reclamo por esa restricción horaria. Al día siguiente volví y casualmente me encontré con el chico que me atendió horas antes; le pedí disculpas por el impase.
- El cumpleaños de un amigo fue un jueves y todo comenzó como una reunión con varios amigos plan tranqui en día de semana, no recuerdo cómo se pasaron las horas y terminé llegando al departamento a las 4:30 a.m. Ya siendo viernes, tenía que ir a trabajar e ingresaba a las 6 a.m. Llegué a las 7:30 a.m., a la par de la llamada de mi jefe. Felizmente, el asistente y los auxiliares saben sus funciones a detalle; ese día supe que contaba con ellos y no necesitaban de supervisión constante.
- La ocasión en donde, al despertar, me percaté de que el celular que tenía en mi poder no era el mío. Después de las indagaciones correspondientes, mi amigo tenía mi celular y el que yo tenía era de él.
- En una juerga en el depa, mi amigo trajo a su team de medicina; solo he de decir que beben alcohol como agua. Me fui a dormir a la 1 a.m. Al despertar unas horas después, encontré una bolsa de basura llena de botellas de licor —más de las que dejé—, otra bolsa con restos de comida pedida por delivery, la jarra y vasos bien lavados en la cocina; hasta creo que habían limpiado el piso. Esa fue la única vez que, después de una reu en el departamento, no tuve que limpiar; gracias gente.
Definitivamente, podría continuar contando muchas más anécdotas, buenas y malas; finalmente me quedo con ellas y las acepto, porque me trajeron a este punto, sumando mucho en mi vida y porque no también restando —lo necesario— quizá.
Por cierto, mamá, tengo conocimiento de que desde hace algunas semanas lees estas líneas; definitivamente te estás enterando mucho más de lo que sabes, pero confía en que has criado por poco más de veinte años a un ser humano con valores: responsable —en su casi totalidad—, respetuoso, tolerante, etc. y sobre todo mesurable con los elíxires mundanos.
Así pues, tengo infinidad de vivencias afines con el licor. No puedo quejarme, por tener cada historia que algún día he de contar a alguien en su totalidad; dicho esto, me resuenan nuevamente las palabras de la sabia Sor Juana Inés: “Goza, sin temor del Hado, el curso breve de tu edad lozana, pues no podrá la muerte de mañana quitarte lo que hubieres gozado”, que en traducción sería: “Pásatelo bomba de joven y que no te quiten lo bailado, porque después todo son madrugones, facturas e ibuprofeno”. Finalmente, vida solo hay una, así que corresponde disfrutarla y aceptarla con todo lo que nos ofrece. ¡Salud!